Historia
Mi recuerdo de José Luis es leve. Era un rubio de ojos verdosos y cuerpo ancho. No era gordo, pero sí algo cuadrado. Tenía el pelo tan lacio que a los lados caía recto y al tope de la cabeza se paraba ligeramente como espinas.
De niño solía ser algo callado. Su voz era delicada y su risa muy discreta. Siempre tenía las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones que, para esa época, llevaba más ajustados de lo normal.
No tengo memoria de mucho más.
Hace unos minutos lo vi. Casi no lo reconozco. Lucía viejo y cansado. Como si un tren le hubiese pasado por encima, aunque debe tener cincuenta y un años, igual que yo —éramos compañeros en la primaria y cumplimos el mismo mes—, más su apariencia bien podría pasar por la de un hombre de setenta años.
A primera vista no se me hizo conocido. Íbamos en el mismo vagón del metro camino al sur. Yo sentado en el medio de una banca de tres personas y él parado, sujetando del tubo vertical cerca de la puerta.
—¡Es José Luis! —susurré de golpe cuando lo reconocí.
Me llamó la atención su pose. Lo primero que me vino a la mente, es el recuerdo de cuando éramos chicos. Su cuerpo siempre estaba un tanto encorvado hacia adelante, sin embargo, su mirada era atenta y alta; tenía las piernas ligeramente separadas, como si no pudiese cerrarlas por lo grueso de sus muslos —aunque ahora lucía más delgado—; y su cabello lucía exactamente igual al que tenía de niño, un poco más escaso, pero con la misma rebeldía, apuntando al cielo.
—¡Es él!
No éramos amigos, casi ni nos conocíamos. A él le gustaba mantenerse lejos de los escandalosos del curso, de los que peleaban por cualquier cosa y les hacían la vida imposible a chicos como yo. Aunque, para ser honestos, él no pertenecía ahí. Ni era agraciado, ni destacaba en los deportes, mucho menos era popular.
¿Quién sabe? Quizá lo tenían de mascota, porque ni su risa armonizaba con las burlas de sus amigotes.
Me pregunté dónde estarían todos ellos ahora y si tendrían vidas normales, un buen trabajo, esposas, hijos, o si todavía eran los abusadores en banda de la escuela.
No lo sé. Nunca me preocupé por seguirles el rastro. A mediados de mi primer año de secundaria me cambié de ciudad y los olvidé. Hasta hoy, que vi a José Luis parado allí.
Iba a acercarme a saludarlo, pero pronto me arrepentí. ¿Qué podría decirle?
—Hola, José Luis, ¿te acuerdas de mí? Veo que la vida te ha tratado mal. ¿No quieres tomar mi asiento para que no te rompas en dos?
Lo sé, muy prepotente de mi parte, pero créanme, el hombre lucía terrible.
Así que, sin tener nada bueno que decir, elegí ignorar el hecho de que yo estaba sentado a unos metros suyo con un look completamente distinto. Bien vestido después de un día de trabajo, mi cuerpo relativamente delgado, mi cabello bien peinado y con un gris muy leve por las pocas canas que tengo, mi postura recta y segura. Pensé que algo bueno debo estar haciendo con mi vida, mientras él ha perdido tanto de la suya. Debería estar postrado en una cama y no parado haciendo equilibrio en un destartalado vagón de metro.
Pero bueno, la luz roja de la puerta se encendió y supe que había llegado a mi parada.
Volví a verlo por última vez y esperé a que las puertas se abrieran para salir, aún debía caminar para llegar a casa y estaba cansado. Regresé a verlo y sentí un repelús al notar que me devolvía la mirada con intensidad e ira. Gritó algo que no pude entender, algo que todos dentro del vagón parecieron ignorar, y podría jurar que su rostro se tornó aún más viejo y retorcido, sus ojos parecían cambiar de color hasta volverse completamente negros y di dos pasos atrás. Pronto las puertas se cerraron y lo vi desaparecer mientras el tren se alejaba.
Qué extraña coincidencia haberme encontrado con él. Sentí un cosquilleo helado recorrerme la espalda al recordar sus ojos tan oscuros. ¿Qué había pasado en esos pocos segundos que salí del vagón para que José Luis desate de esa manera su ira? ¡Y en contra mía! Porque él estaba gritándome a mí, me apuntaba con el dedo; si hubiese podido moverse a más de un metro por hora me habría golpeado o algo peor.
Con molestia me acomodé la chaqueta, me coloqué el sombrero y decidí seguir mi camino. Aún tenía un largo trecho para llegar a casa. Subí los escalones hasta el siguiente piso, giré a mi izquierda y me detuve antes de hacer la cola en la boletería, revisando si tenía las monedas necesarias para el boleto del metro al norte.
—Siga señor, Muñoz. No necesita pagar boleto —me dijo el encargado, apuntando a las escaleras para bajar al andén—. Qué tenga un buen día en el trabajo hoy.
Le agradecí y seguí, parecía que iba retrasado porque el reloj marcaba ya las 7h30 y yo debía llegar al despacho a las 8 en punto. Corrí viendo que llegaba el metro y me escabullí dentro. No sé ni cómo entré, no había donde poner un pie y, lo juro, uno de estos días se produce un accidente por la cantidad de gente dejan entrar. Uno como el que sucedió hace veinte años en esta misma línea de tren, en un día idéntico al día de hoy.
Qué extraña coincidencia, ¿no?
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